lunes, 8 de septiembre de 2014

Una entrevista de Marco Fernández, en Diario Uno

Diario UNO, Lima, 31 de agosto de 2014

Creo en los procesos de exorcismo
que uno puede practicar en sí mismo

Marco Fernández
Redacción

La más reciente novela de Alfredo Pita, El rincón de los muertos (Textual, 2014), tiene como título la traducción en español de Ayacucho, ciudad peruana cuyo nombre es referente del esplendor de la música, entre otras artes, pero que también recuerda “un sentimiento genuino de terror y de espanto”.

El autor de Días de sol y silencio. Arguedas: el tiempo final, considera que “alguna gente piensa que olvidar es sano”, pero él opina todo lo contrario: “Tirar la basura bajo la alfombra es lo peor que podemos hacer, siempre”.
Y así es. Ayacucho, donde se vivió con mayor intensidad el fenómeno de la violencia de los grupos armados, estatales o no, desde la aparición del MRTA y Sendero Luminoso, lleva en su nombre un sino fatal.
Alfredo Pita
El libro está dedicado a su padre, a quien le prometió escribirlo, y a los amigos de martirio en Uchuraccay. “Los hechos dramáticos de la historia transcurren en 1991, o sea prácticamente ocho años después de Uchuraccay, pero la tragedia continuaba y necesariamente Uchuraccay está en el telón de fondo”, refiere.

—¿Cómo así prometió a su padre este libro?

—Hablando de mis planes de escritura, en algún momento, le dije que iba a escribir seguramente de Ayacucho, porque era un tema que me obsesionaba, y él me dijo “Creo que es un deber para ti, es un deber que tú tienes porque has sido testigo. Escríbelo cuanto antes”. Y yo se lo prometí, pero no lo terminé hasta ahora.

—Hábleme del narrador, el periodista, de su novela…

—Se llama Vicente Blanco y es español. Llega a Ayacucho en 1991 a conocer el horror, pero no lo piensa así. Llega a conocer y a reportear esta guerra de la que se habla tanto en Europa y que le fascina incluso a mucha gente. Una guerra que ha sido lanzada en el Perú por un grupo extraño y misterioso que tiene el nombre de Sendero Luminoso. Muchos periodistas como él llegan en esa época al Perú y llegan a entender rápidamente que se trata de una guerra demente que en las circunstancias del Perú de esa época solamente pudo tener los efectos que tuvo: la locura llamando a la locura en medio de un país violento e injusto lleno de desigualdades y frustraciones. En el momento que llega Vicente Blanco, somos una especie de rompecabezas muy difícil de entender, pero fascinante.

—¿Por qué el narrador tiene que ser un europeo y no un peruano? ¿Cómo eligió a un narrador tan distante?

—Es una pregunta de cajón para la que no me he preparado, pero te respondo con honestidad. Yo estuve en Ayacucho el año 83, poco después de Uchuraccay, y una de las cosas que me dio esas semanas de reportaje fue mi situación de total orfandad cultural para acercarme realmente a lo que estaba pasando. ¿Y qué me faltaba, si yo era un peruano, un provinciano, un cajamarquino? ¿Te imaginas a un limeño, a un costeño? Uno de los dramas del Perú es ese, somos un país multicultural al que los mismos peruanos nos acercamos con dificultad.

—A veces nos sentimos extranjeros dentro de nuestra propia tierra…

—Es ese sentimiento: un peruano que va a contar algo sobre Ayacucho tiene una obligación de fidelidad que su propia condición de peruano le impide concretar. Entonces, yo opté porque mi narrador fuese distante y, de algún modo, “inocente”, sin conocimientos y sin culpa ni prejuicios. Que no llegase a Ayacucho a despreciar ni a sentirse culpable, que llegase simplemente a entender, y eso a un peruano de mi época el drama de Ayacucho no se lo permitía fácilmente. Creo que esa es una de las razones por las que opto por mi narrador extranjero que cuenta su historia en primera persona.

—Han pasado 30 años más o menos para verla publicada… 

—Esta novela la comencé a escribir hace doce o trece años y la interrumpí en la primera fase de escritura porque comenzaron a salir una serie de libros sobre la violencia y me pareció, y quién sabe si me he equivocado, que en ese momento se convertía en moda, que había una especie de tendencia a acercarse a la violencia y a la tragedia que había sido Ayacucho con una especie de exotismo y un cierto aprovechamiento. Entonces detuve la escritura de la novela, hacia el año 2004, y he escrito otras cosas mientras tanto. Hace dos o tres años volví a la escritura de la novela.

—¿Qué aporta esta novela en comparación a otras que abordan el tema?

— Es una pregunta muy difícil de responder. Yo no sé si aporte algo, simplemente me permite a mí cumplir con un proceso necesario de extirpación: la extirpación del mal. Yo he sido testigo del mal; he visto cadáveres todos los días que estuve allá reporteando; he visto los efectos devastadores de la violencia ayacuchana en la sociedad peruana de los ‘80; he visto el dislocamiento no solamente de lo que era la sociedad peruana, sino de lo que era lo mejor de la sociedad peruana de aquella época: el movimiento popular. A comienzos de los años ‘80, el movimiento popular peruano no solamente estaba en auge, sino que era una real posibilidad de un proyecto político. Lo que consiguió la insurrección maoísta fue entronizar en el poder a un grupo de militares fascistas y corruptos que gobernaron junto a Fujimori y que nos han dejado el Perú que estamos viviendo y que es el Perú de antes, solamente que más inicuo, porque cierra cada vez más toda posibilidad de revuelta, de reivindicación, de desarrollo de proyectos políticos populares viables. Entonces, testigo del mal y escritor de ficciones, yo no me podía dedicar tranquilo a otros temas teniendo en mí lo que había visto.

—¿Y ha conseguido extirpar el mal?

—Yo creo que el mal no se extirpa fácilmente, que no se limpia uno completamente, pero creo en los procesos de exorcismo que uno puede practicar en sí mismo, y creo también en los procesos de exorcismo y salvación que las sociedades deberían practicar colectivamente para librarse de las tragedias que las condenan, que les imponen destinos inviables. Yo amo apasionadamente al Perú. Cuando vengo, tan pronto como puedo, me voy al norte, a Celendín (su tierra natal); pero ya sea en Lima o en Celendín, encuentro con objetividad que la incultura y la corrupción que nos gobiernan tienen los mismos efectos. Si en Lima roba el alcalde, en Celendín también, y allí el alcalde destruye la ciudad. Me parece que desde lejos, observándolo al Perú con amor, veo las cosas terribles que lo hacen inviable, una de ellas es el gran desprecio social y otra la incultura que nos imponen. Casi pareciera que es una cosa planificada.

Tres tristes epígrafes


Son tres los epígrafes del libro: uno del Apocalipsis, una paráfrasis de una de las expresiones de Jesús en la cruz, y otra de Juan Luis Cipriani, donde el entonces arzobispo de Ayacucho dice: “… la Coordinadora de Derechos Humanos, esa cojudez”.
“No ha sido muy conscientemente deliberado, pero ahora que lo dices creo que hay un encadenamiento lógico y una cierta armonía en la evocación del horror y de la maldad cuando revisten el discurso religioso”, dice Pita.
Incluso Vladimir Yankelevich, a quien pertenece el segundo epígrafe, refiere en modo inverso un pasaje bíblico de Cristo en la cruz: “Señor, no los perdones porque ellos saben lo que hacen”.

jueves, 28 de agosto de 2014

Sobre "El rincón de los muertos", Agencia EFE

Alfredo Pita novela la guerra en Perú
en El rincón de los muertos

David Blanco Bonilla

Lima, 21 ago.- El horror de la guerra que asoló a Perú en las últimas décadas del siglo pasado es descubierto por un periodista español en las alturas andinas de Ayacucho en "El rincón de los muertos", la nueva novela del escritor Alfredo Pita.
Ganador en 1999 del Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas con su novela "El Cazador Ausente" (1994), Pita relata en casi 500 páginas la travesía de descubrimiento del español Vicente Blanco, quien en 1991 llega a Ayacucho, donde traba amistad con dos colegas peruanos.
Textual Editores, Lima, 2014.
El autor, quien reside desde hace tres décadas en Francia, declaró a Efe que empezó a escribir esta obra a partir de "materiales que tenía de antes", ya que estuvo en Ayacucho como periodista en 1983, el mismo año de la masacre de Uchuracchay, en la que fueron asesinados ocho colegas, dos de los cuales eran amigos suyos.
"Ayacucho, después de mi experiencia de 1983, nunca me ha abandonado, ha sido una especie de herida o de cosa extraña que ha quedado dentro de mí, supurando y no dejándome vivir plenamente, por las razones entendibles: la pérdida de los amigos, los cadáveres de extraños que he visto en esa época", señaló.
Esta visión que le dio la guerra y la implacable realidad de la muerte le impusieron al escritor "una obligatoriedad moral, en el testimonio de que si has visto algo no tienes derecho a callar".
"Para la gente que quería ver, que era mi caso, las cosas estaban clarísimas: había empezado un proceso de guerra sucia, que se había ya lanzado, Uchuraccay no era más que el primer botón de lo que se venía y ese proceso era evidente que se iba a embalar en forma exponencial", remarcó.
Durante el proceso de escritura de su novela, publicada en Lima por el sello editorial Textual, Pita tuvo que enfrentar "las enormes dificultades de una realidad complejísima para los ayacuchanos mismos" y fue por ese motivo que decidió crear un narrador que pasara por un proceso "de iniciación y de descubrimiento" que le permitiera "hablar de Perú y sus contradicciones."
Vicente Blanco, su personaje, es español "por la identidad cultural, que de todas maneras existe, la cuestión del lenguaje, y además la verosimilitud de su interés cultural, político", explicó.
En la novela, tras pasar unos días en Lima, el periodista parte a Ayacucho, donde se relaciona con dos reporteros, a los que busca por recomendación de un amigo peruano que reside en París, y con los que afronta una guerra que por esos años era prácticamente invisible.
"Es un viaje de descubrimiento de la complejidad del horror", acotó Pita antes de decir que el protagonista "se encuentra con que la guerra en Ayacucho es una guerra casi invisible, que se da en la oscuridad de la noche, que las víctimas no son soldados, que están las barreras del idioma, del desprecio social."
"Mi protagonista se acerca a Ayacucho en 1991 para presenciar prácticamente los últimos coletazos de la resistencia informativa, no me había propuesto al comienzo hacer una novela de periodistas, pero me he dado cuenta, acabándola, que he hecho una novela de reporteros", dijo.
Pita, que en Perú es considerado un autor de culto, reconoció que las buenas críticas que está recibiendo su nueva obra le producen "un sentimiento muy grato" ya que, en su caso, está "acostumbrado a la receptividad limitada o a una especie de aceptación a regañadientes" que su trabajo anterior ha tenido.
"Creo que estamos en un momento de liberación de medios, que están en este momento creándose y recreándose, ya no hay los grandes autorizadores, el gran periódico, el gran suplemento que dictamina, creo que es un momento de liberación del creador y es también un momento de emancipación del lector", comentó.
Alfredo Pita, nacido en Celendín, en el norte de Perú, también es autor de los libros de cuentos "Y de pronto anochece" (1987), "Morituri" (1991) y "Extraños frutos" (2010), de los poemarios "Hacia los valles" (1966) y "Sandalias del viento" (1995), del libro para niños "Un pequeño capitán" (2002) y del libro de memorias "Días de sol y silencio. Arguedas: el tiempo final".

 21/08/2014

viernes, 15 de agosto de 2014

Una entrevista de Gabriela Wiener, en La República

La República, Revista Domingo, Lima, 10 de agosto de 2014

La violencia vuelve a acechar
con otros ropajes

Alfredo Pita. Escritor y periodista. Nació en Celendín en 1948. Ha publicado cuentos y poesía. Vive en París y trabaja para la agencia AFP. Con el nuevo sello Textual ha presentado su novela El rincón de los muertos.
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Gabriela Wiener  
 
Han pasado 31 años desde la masacre de Uchuraccay y más de veinte años desde el cenit de la dictadura de Fujimori y Montesinos. En la bisagra de esos dos hechos se encuentra El rincón de los muertos, la nueva novela de Alfredo Pita, cuya escritura empezó hace diez años pero que suspendió cuando hacer ficción sobre la violencia se puso casi de moda. ¿Por qué ahora? “Poco a poco asumí que era tal vez necesario, que el Perú no había cambiado gran cosa desde la guerra interna y que había que seguir combatiendo el mal, exorcizándolo. Por eso sale ahora, porque pienso que la literatura puede contribuir, a su modo, al proceso de sanación. Al Perú hay que seguir contándole la violencia, cómo nace, cómo se desarrolla, para que no vuelva, para que se vaya, porque me parece que de nuevo acecha, con otros ropajes”.

Hay algunas similitudes entre el periodista Rafael Pereyra y tu propia biografía —como el hecho de haber sido enviado a Uchuraccay poco después de la masacre—, ¿qué tanto de reconstrucción y de memoria hay en la base de El rincón de los muertos? 
Yo soy un escritor que escribe lo que quiere, pero que lo hace como puede, verdad de Perogrullo. En el empeño uso todos mis recursos, incluida la memoria. En El rincón de los muertos parto de hechos reales, pero para triturarlos, para usarlos como materia prima de la ficción. He escrito una novela, no un libro de recuerdos ni un ensayo. Por supuesto, en mi relato hay ideas y convicciones que me son propias en algunos casos, pero no en todos. Hay muchas voces, y a veces muy discordantes.

¿Qué opinión te merece la creación de espacios como el Lugar de la Memoria, en Lima, que intentan crear un espíritu de reconciliación?   
Un memorial para recordar a las víctimas de un conflicto solo puede ser levantado por una sociedad que ha madurado y se ha alzado por encima de sus miserias. El Perú no ha hecho este trabajo, aquí sigue reinando la violencia, en particular la ejercida por los poderosos y por el Estado contra sectores de la población. Nunca como ahora la verdad ha estado tan enajenada, tan expropiada. Pienso en Cajamarca, en gente como Máxima Chaupe y su familia, en los miles de campesinos que ellos representan. ¿Dijiste espíritu de reconciliación?

Como escritor cajamarquino radicado en París, ¿de dónde te sientes más?    
Vivir en el extranjero te reafirma en tu identidad. En mi caso, en París me siento mucho más peruano, cajamarquino, celendino, y hasta escritor, que en Lima. Debe ser por rechazo a la alienación y despersonalización, que siempre amenazan. Uno ve con más facilidad lo esencial, en uno mismo, en los otros.

¿Cuál es tu posición frente al centralismo de Lima, metrópolis supuesta de nuestra literatura?
¿Lima, metrópolis literaria? ¿Qué decirte? No sé cuál es la proporción de escritores limeños y provincianos que ejercen su oficio en el Perú, pero es seguro que la mayoría está en Lima, que sigue siendo hasta ahora el centro de la cultura oficial, una cultura indigente hay que decirlo. En el Perú hay un Ministerio de Cultura, pero el Presidente lo ignora en sus balances. Ahí está dicho todo.

¿No has notado cambios en Lima durante los últimos años?
En realidad no hay que expatriarse para saber que Lima, aún invadida por la masa de provincianos que la ha trastocado, sigue fiel a sí misma, ejerciendo un centralismo asfixiante, una hegemonía que es una maldición para el país. Lima fue capital colonial y sigue comportándose como tal. ¿Debo recordarte que un candidato elegido por el pueblo de izquierda puede ser transformado en dos meses, por Lima, en pelele de las transnacionales como la Newmont o la Telefónica?

Parece que por fin se ha superado la vieja gresca entre “andinos” y “criollos”.
¿Estás segura de que ha sido superada? Lo que ha ocurrido, me parece, es que las condiciones han cambiado. Los señoritos que reinaban en la Lima letrada desde las redacciones de los viejos periódicos ahora están jubilados de sus ímpetus hegemonistas, mientras que los muchachos provincianos que reclamaban espacios ahora se los están inventando.
¿En qué bando estabas tú?
Mis simpatías, por supuesto, en la folclórica polémica, estuvo con los provincianos, pese a que tenía algunos amigos entre los criollos.

¿Cuál crees que es o debería ser ahora mismo el tema de debate principal entre los escritores peruanos?
Los escritores peruanos deberían concentrarse en desarrollar proyectos personales, abandonar todo cálculo y espíritu de capilla y, por supuesto, consolidar el reciente fenómeno de creación de editoriales independientes que se da entre nosotros. Es la única salida. La tecnología y la comunicación lo autorizan y lo permiten, ¿que más pedir?

¿Crees que los periodistas peruanos han estado a la altura de la verdad histórica?
Sí, en particular ciertos periodistas que se compraron el pleito de la búsqueda de la verdad corriendo todos los riesgos. No me lo propuse en forma consciente, pero al terminar el libro debí reconocer que había escrito una novela de homenaje a ciertos reporteros. Creo que el Perú le debe justicia a periodistas como Luis Morales, a Eduardo de la Piniella, a Pedro Sánchez, a los otros mártires de Uchuraccay, a Jaime Ayala. ¿Te parece normal que hoy sea Ministro del Interior un militar comprendido en la investigación por el asesinato de Hugo Bustíos, reportero tiroteado y volado con dinamita?

Completamente anormal y escandaloso. La figura del arzobispo de Ayacucho, Crispín, en la novela, también da cuenta del rol no siempre virtuoso de la Iglesia durante el conflicto. ¿Algún día seremos un estado laico?
Ojalá. Pero eso no viene solo. El Perú ultracatólico, con procesiones masivas y presidentes con hábito morado y besando el anillo del cardenal, es otro remanente del orden colonial. Ahora, una cosa es la Iglesia como institución y otra el espíritu de solidaridad que anida en su base. Pienso en el padre Gutiérrez, en el padre Arana que luchan por un mundo mejor. Pero son una minoría. Por el momento los negros gallinazos siguen volando sobre las torres de la Catedral de Lima.

viernes, 4 de julio de 2014

En el 2do aniversario de la masacre de Celendín

Ausente

Amanece una vez más
El sol barre las calles del pueblo
Se mete a la fuerza en la casa
Donde vivimos con tu ausencia
Tu mujer se ha ido al mercado
A ver qué puede comprar con centavos
Ella ya no dice tu nombre
Para no ahogarse, para vivir
Tus hijos también callan
Pero preguntan por ti, sin palabras
Han salido para la escuela, como tú en un tiempo
Pero qué maestro va a enseñarles a sonreír
La vecina quiere hablar, pero no sabe qué decir
Tristeza, tristeza, suspira y se va, contrita
Yo cierro la puerta y voy al patio
Donde me esperan, y bailan
En silencio, el sol, tu nombre, tu sombra

Alfredo Pita
3 de julio 2014

martes, 1 de julio de 2014

Una entrevista de Miguel Rodríguez Liñán, en CiberAyllu

CiberAyllu, el 11 de septiembre de 2002

Somos víctimas de una historia
implacable y sin fin

Por Miguel Rodríguez Liñán

Hace varios meses el trabajo de investigación que me ocupa gira alrededor de artistas y escritores peruanos. Esta vez, luego de leer El cazador ausente, quise entrevistar al escritor Alfredo Pita (Celendín, Perú, 1948). Su novela obtuvo hace un par de años el Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas, otorgado en España, y fue traducida simultáneamente a los idiomas francés, italiano, portugués y griego; luego apareció en Barcelona, con el sello de Seix-Barral. Tras la salida de su libro en francés, Pita fue invitado por Bernard Pivot —el célebre oficiante de Apostrophes— a su famoso programa televisivo, uno de los mejores y de más prestigio en el mundo literario, honor que entre los escritores peruanos sólo ha merecido Mario Vargas Llosa. Indiscutiblemente, París sigue, seguirá siendo órgano principal (tal vez el corazón) del cuerpo mundial de la literatura. Le Monde y otros periódicos de primera, en diferentes países europeos, también se ocuparon de nuestro compatriota. En El País, de Madrid, el crítico Miguel García Posada, uno de los más respetados y solventes de la prensa española actual, escribió que El cazador ausente era «la amplificación de dos mitos: en primer lugar, y sobre todo, el mito de Ulises, el mito del viajero que regresa a su tierra nativa; en segundo término, el mito edípico, esto es, la investigación de la verdad a  cualquier precio». Sé que en el Perú, misteriosamente, el libro de Alfredo Pita no ha trascendido como debería. ¿Por qué? Es una de las interrogantes de la entrevista que sigue. La respuesta habla de alguien que sabe lo que está haciendo. (MRL)

Hace poco me dijiste que no solías asistir más a reuniones literarias. No estuviste en la convocada por el CECUPE (Centre culturel péruvien), el 24 de junio, en la Société Française des Poètes. Sin embargo, te vi en el recital del Trois Mailletz, donde participaron Leopoldo Chariarse, Américo Ferrari Ferrari, Carlos Henderson, entre otros. Dinos algo al respecto. 
Alfredo Pita: —Seamos precisos: no rechazo las citas literarias sino algunas más bien sociales, que poco tienen que ver con la cultura y la creación artística, y mucho con el cóctel fácil. Además, lo sabes, la oferta cultural de París es amplia y es difícil estar en todo, más aún si se trabaja y no se tiene más la libertad del estudiante o del joven escritor que empieza su vuelo. Y la prueba de que pese a todo voy a algunas reuniones, es que estuve entre el público en el acto que evocas, el homenaje a Westphalen, organizado también por el CECUPE, donde leyeron algunos de mis amigos generacionales y ustedes, los nuevos.

Supongo que tu trabajo en Radio Francia Internacional es absorbente y requiere una disponibilidad a cien por ciento. ¿Es el empleo que tenía Vargas Llosa en sus años parisinos?
Yo no trabajo en Radio Francia sino en la Agencia France Presse, donde, efectivamente, a comienzos de los años 60, trabajó Mario Vargas Llosa, antes de pasar a la ORTF. Y no sólo él. En la AFP también estuvo, durante trece años, Julio Ramón Ribeyro. Y, si no me equivoco, en esa época, también Luis Loayza y Alfredo Torero, entre otros. Veinte años después de su paso por la AFP, a comienzo de los 80, Mario Vargas Llosa, generosamente, le escribió a quien por entonces era jefe del servicio español para anunciarle mi candidatura y para recomendarla. En su carta evocaba «aquella larga mesa como de convento de frailes» en la que trabajaban los periodistas de su tiempo. Este ambiente también lo conoció Julio Ramón.

Más de cuatro décadas han pasado desde el año 60. ¿En qué condiciones trabajan hoy los periodistas de la AFP?
En efecto, todo ha cambiado. Creo que antes el trabajo era más amable, pese a todo. Ahora trabajamos duro y en medio de una jungla de computadoras que hacen hervir el aire mientras damos cuentas del acontecer humano del instante, hecho en general de violencia, guerras, masacres, enfermedad, desfalcos, codicia y hambruna, desgraciadamente.

¿Escribes también para otros periódicos? ¿Cuál es tu relación actual con el periodismo en el Perú?
Es escasa. Caretas, de vez en cuando, me abre sus páginas para que exprese mi opinión sobre cuestiones concretas, si no en el Perú no tengo otro espacio. Y esto se debe a que, por un lado, yo no puedo hacer periodismo informativo por mi cuenta pues tengo un contrato firmado con la AFP. Por otro, en nuestro país, sobre todo en los últimos años, durante la noche del fujimorato, no se desarrolló una prensa capaz de asumir puntos de vista que en ciertas circunstancias pueden parecer discrepantes con el «buen juicio» o con los reflejos timoratos de ciertas «mayorías silenciosas».

La noche del Chino es bella imagen; pero ¿a qué puntos de vista te refieres?
Por ejemplo, al empeño que pusimos algunos, muy pocos, para denunciar asuntos como la amnistía de los militares asesinos. O al pedido de que, en el caso de los sentenciados por terrorismo, se revisase en forma ecuánime las condenas injustas o desproporcionadas impuestas, en muchos casos a inocentes, por los ilegales «tribunales sin rostro». O al reclamo de que se evitara la masacre en el caso de la toma de rehenes en la residencia diplomática japonesa. Temas todos estos que, es cierto, no eran populares, pero que algunos creíamos que debían plantearse para suscitar en el país un debate político y moral, para ayudar a que avance la verdad y la justicia. Temas que nos merecieron todo tipo de ataques y que hoy se debaten, y que espero contribuyan a mejorar nuestra marcha hacia una verdadera democracia.

¿Y cuál es tu relación, física y síquica, emotiva o racional con el Perú?
Cómo expresar eso. El Perú es mi país y lo quiero entrañablemente, pese a lo que a veces puedo decir sobre los abismos de injusticia y de horror que esconden los pliegues de su historia, sus instituciones, las sui generis relaciones entre peruanos...

Allí hay un problema al que aludes siempre, incluso en tu libro. ¿Cuál es?
El problema es que los peruanos somos víctimas de una historia implacable y sin fin, de un mal heredado del tipo de sociedad que por mucho tiempo estuvo vigente en el país y que aún hoy nos impone sus secuelas. Esa sociedad de castas, ese «apartheid» que nunca dijo su nombre, se ha infiltrado en el cerebro de la gente. Los efectos han sido y son devastadores. Nuestra historia nos ha hecho a todos víctimas de una psicopatología colectiva y marca nuestro comportamiento incluso frente a nosotros mismos. Esto se expresa de mil modos y será difícil de erradicar. ¿Cómo someter a todo un pueblo a una psicoterapia de masas? Algo habrá que hacer, sin embargo. Tendríamos que recurrir a todos los psicoanalistas del mundo, incluso a los argentinos... (risas).

¿No estás exagerando? Además, psicoterapia y psicoanálisis son lujos de sociedades tecnológicamente desarrolladas, creo. Sigamos hablando del Perú.
Tómame a la letra, pero no tanto. En cuanto a lujos, mira, cuando un peruano de la Amazonía va donde un maestro para hacerse una «limpieza», con ayahuasca o sin ella, está intentando poner en orden su mundo interior, para de ese modo ponerse en armonía con el mundo exterior. Eso es psicoterapia. Con mi alusión a otras terapias «desarrolladas» ironizaba, claro está, pero es obvio que necesitamos ayuda. En este sentido creo que si la Comisión de la Verdad hiciera su trabajo como se debe sería un gran paso adelante. Es una oportunidad que no debemos desaprovechar de ningún modo.

¡Así que la culpa es de la Historia!
Somos hijos de la Historia. Fíjate, un importante vector de la relación entre los peruanos es la agresión. Esto no es casual. La gran mayoría de peruanos procede de clases y castas oprimidas, agredidas. Irrespeto, violencia verbal, chismes, calumnias, chistes asesinos, todo esto son válvulas de escape de un volcán que no logramos vomitar, evacuar, para «limpiarnos», para ponernos en armonía con nosotros mismos y con el mundo. Esto es un reflejo de la miseria material, económica, que finalmente es moral, en que por siglos se debate el grueso de la población. Nuestra sociedad es desde el pasado una sociedad enferma y nosotros somos el producto.

¿Todos...?
Todos: nuestras «élites» económicas y políticas, tan mediocres y antinacionales; nuestros mestizos que se creen blancos; nuestros supuestos blancos que se creen nobles, olvidándose que hasta anteayer sus ancestros sólo eran emigrantes calatos; nuestros cholos y zambos que recién están aprendiendo a despreciar a quienes los despreciaban, después de haberse despreciado a sí mismos por siglos, convencidos por los de arriba de que eran inferiores. Y en medio de todo esto nuestra juventud desorientada, sin libros, condicionada por la televisión norteamericana como único agente de cultura...

¿Es ésa tu desoladora visión de lo peruano?
En verdad es una visión desoladora, sobre todo cuando se piensa en los jóvenes, pero, ¿con qué coartada moral uno podría pensar en forma diferente...? Sobre todo frente a los últimos sucesos de este zafarrancho heredado del pasado. En los últimos años, mientras el pueblo peruano capeaba la crisis como podía, con heroica tenacidad, nuestras supuestas «élites», como siempre, abonaban sus bolsillos, robaban en todas formas, vaciaban lar arcas nacionales que son de todos. Todos han delinquido, presidentes, ministros, todos. Hemos asombrado al mundo con nuestros banqueros, empresarios, dueños de canales de televisión y de diarios, arrodillados ante Montesinos, rogando, orando, contando ávidamente el billete de la corrupción. Ésa es la gente respetable que tenemos y que siguen, con otros nombres y apellidos, a cargo del timón del barco.

Esa presunta animosidad algunos la llamarían odio, pero debe ser amor... Pienso en Emile Zola fustigando al gobierno francés cuando el caso Dreyffus, por ejemplo...
En el caso del Perú tenemos a Gonzáles Prada, cuya actitud moral y crítica frente a los males de nuestra sociedad debería ser enseñada desde el colegio. Pero no me comparo con él ni con nadie. Mi visión de las cosas es la de mi generación, que aspiró a la justicia social, a la equidad. Yo amo a mi país y a su gente pero desprecio profundamente las taras que nos han impuesto.

¿Y es diferente tu relación con tu ciudad natal, Celendín?
Ah, bueno, es otra cosa y se explica. Celendín es para mí el marco de la infancia, los límites del paraíso y de una felicidad diáfana, natural, gozosa y sin fin, que duró sólo unos cuantos años, hasta que terminé la primaria y los mayores decidieron que había llegado el tiempo del viaje y me enviaron a Lima, a estudiar en el Colegio Guadalupe. Celendín sigue siendo para mí esa arcadia en la que cada mes de agosto sigo elevando mis cometas en la colina de San Isidro, mientras a mis pies se adormece la ciudad armoniosa, con sus muros blancos y sus tejados colorados, por donde se escapa el humo de los fogones donde se preparaba, a las cuatro de la tarde, el chocolate que todos, pobres y ricos, tomábamos a esa hora. Celendín también tenía sus taras, pero no tuve mucho tiempo para darme cuenta. Estaba muy ocupado jugando al trompo o contemplando horizontes y nubes lejanas, pensando dónde se incendiaba el atardecer cuando se ponía tan rojo sobre las montañas azules.

Baudelaire, creo, ha escrito que la patria es la infancia... Y ahora estás en París. ¿Cómo llegaste? ¿Hace cuántos años que vives en Francia?
Vine con la intención de trabajar aquí, y con mi familia, a fines de 1983, luego de experiencias duras, y hasta escalofriantes, por las que pasamos tantos peruanos en ese tiempo. En mi caso, tras haber trabajado en El Diario de Marka y haber estado en Ayacucho, como enviado especial, poco después de la masacre de Uchuraccay... Pero ya antes había vivido en París en dos temporadas: el segundo semestre de 1973 y entre julio de 1975 y septiembre de 1977, cuando vine becado a estudiar periodismo. Estos dos períodos fueron mi prehistoria parisina, el tiempo de la bohemia y del aprendizaje. El otro, más reciente, ha sido, y es, más bien, el de la responsabilidad y el esfuerzo por escribir robándole tiempo y energía a la tarea alimenticia.

Cuenta algo de esa tu prehistoria parisina. Los primeros avatares, la amistad con otros poetas o escritores peruanos llegados por la misma época, o ya instalados en París, como los hermanos Patrick y José Rosas.
En 1968, en el Café de Letras de San Marcos, en los bares del centro de Lima, los poetas «niños» que éramos entonces (los jóvenes eran Calvo, Cisneros, Hinostroza, etc.) ya anunciábamos de distintos modos que queríamos comernos el mundo. Algunos hablábamos de que queríamos viajar, otros callaban. Al final casi todos partimos. De mi grupo de San Marcos fui el pionero en París. Cuando llegué, en 1973, aquí sólo encontré a dos peruanos de mi generación, el poeta José Carlos Rodríguez y el narrador José Manuel Gutiérrez, más conocido como «Krufú»...

¿Compañeros de estudios del lado de allá?
Ninguno era de San Marcos, pero tenían inquietudes similares a las mías, así que nos hicimos amigos. En aquel segundo semestre de 1973 aprendí la lengua, leí mucho, vi mucho cine y vagué mucho. Tuve, además suerte, por unos meses me encargaron el cuidado de un departamento en la isla Saint-Louis, en el centro de París, con una biblioteca, una discoteca, una cava y una alacena fabulosas, lo que aproveché al máximo.

¿Conociste a escritores famosos o ya consagrados?
Una tarde de agosto de 1973, en Odeón, salí del Metro y vi que al frente, en un cine, estaba haciendo cola un hombre alto, barbado, con abrigo pese al calor. Me dije que lo conocía. Era Julio Cortázar. En el cine pasaban «Bilitis», una película llena de nínfulas apenas veladas. No sé si Julio entró a ver ése u otro de los filmes que allí daban, en todo caso, tuve que controlarme parea no acercarme y decirle ¡Maestro!, como García Márquez le gritó una vez, de vereda a vereda, a Hemingway, en los años 50. A Cortázar lo conocería después. En 1974, en Lima, gracias a la gestión de mi querida amiga Anne Marie Davée, agregada de prensa francesa en la época, Julio me concedió generosamente una larga entrevista en la que hablamos de su polémica con José María Arguedas. La conversación se dio torno a dos «catedrales» de pisco sour, en el bar donde se inventó el brebaje, el hotel Maury. A la misma invité al crítico Alat... En otra ocasión, en el mismo cine de Odeón, me encontré haciendo cola con Alfredo Bryce Echenique y su esposa Maggie. Ambos muy jóvenes y muy amables, como siempre, pese a que apenas nos conocíamos. Luego, en 1975, nos haríamos amigos con Alfredo, a quien incluso, más tarde, en noviembre de 1977, llevé, a su pedido, hasta Celendín. Quería ver la tierra de su ama, de su Mama Rosa. Viajamos en un ómnibus de Tepsa. En las noches de mi tierra mi tocayo aprendió lo cerca que los peruanos andaban de la Vía Láctea.

¿Y los poetas peruanos de entonces?
En 1975, cuando volví a París, me encontré con que Elqui Burgos, que dos años antes había partido para México con una beca para escritores, al terminar ésta había decidido establecerse en Francia. Al poco tiempo llegaron Patrick y José Rosas, ambos muy buenos amigos míos, como Elqui, desde la época en San Marcos, del «Palermo» y otros bares. Más tarde llegarían Oscar Málaga, Carlos y Carmen Henderson, y Jorge Nájar. A fines de 1976 estuvieron de paso Tulio Mora, Enrique Verástegui y su mujer, la poeta Carmen Ollé, quienes volverían.

Toda una pléyade de la poesía peruana... Sigue contando.
Así es. En la Navidad de 1976, las buhardillas de 33 Avenue Georges Mandel, donde el grueso de esa selecta concurrencia se había instalado —acogida por Elqui y su compañera Mélida, la «Bienquerida», por los Henderson, por Rodríguez y «Krufú», y por quien te habla—, albergaban a la más nutrida concentración de escritores peruanos en agraz que nunca se había reunido en el extranjero. A los que habría que sumar otros que vivían en París, en otros lados, pero que nos visitaban, como Balo Sánchez León o Héctor Loayza, o en Londres, como Rafo Drinot. Sin olvidar a quienes vivían en nuestra misma elegante barriada pero que no se dedicaba a las letras, aunque las protegían con lentejas y vino, como el abogado José Ríos, el pintor José Tang o los hermanos Juan y Leo Yucra. O a los que vendrían después, como el narrador Eduardo González Viaña, quien llegó luego de que me fui, en 1977, y se instaló en el que había sido mi cuarto. Según se dice, fue en 33 Avenue Georges Mandel que Eduardo cayó de rodillas una noche, ante la visión de una mujer divina que le ordenó escribir un libro sobre Sarita Colonia. Nadie sabe con certeza si en realidad vio a Sarita o a una española, a la que él llamaba «la Virgen», y que era su vecina... (risas).

La génesis de los libros... Y tú te fuiste pero regresaste. ¿Qué pasó mientras tanto con el grupo de amigos?
Cuando volví, seis años después, todo ese «bello mundo» se había dispersado, muchos habían vuelto al Perú, y cada uno ya se dedicaba a combinar el duro oficio de vivir con el no menos duro de intentar escribir.

¿Cuándo conociste a Julio Ramón Ribeyro? ¿Fueron amigos? ¿Era amiguero o no? ¿Hablaba mucho o era parco? ¿Qué es lo que más recuerdas de su temperamento?
Desde que volví a París hice una buena amistad con Julio Ramón. Durante años, hasta que volvió a Lima a comienzos de los 90, cada viernes nos reuníamos para almorzar, junto con amigos como la poeta Ina Salazar, Fernando Carvallo, el finado Carlos Rodríguez Larraín, Marco Carreón, Carlos Ortega y Jorge Bruce. Julio era tímido pero esto no le impedía ser un gran conversador con sus amigos, e incluso un polemista acerbo cuando tratábamos de literatura o política.

¿Qué trabajo literario preparas en estos momentos? El cazador ausente me parece un libro muy bueno. Me llama la atención la poesía que infiltra el tejido narrativo. Es como la sangre en el organismo de una novela. Imagino que se trata de una catarsis. Me acuerdo de un tren, de un muchacho loco que corre a su encuentro...
El tren, a la altura de La Cantuta, en Chosica, el poeta que quiere suicidarse... Te puede parecer extraño pero el personaje que evocas tiene que ver con Chimbote, como tú. Está inspirado en el poeta Juan Ojeda, que fue amigo de todos nosotros y que, más de una vez, en medio de nuestras libaciones, nos hizo pasar sustos como el que cuento. Eran tiempos de poesía, de sed de absoluto, llenos de fulgor y esperanza, pero también autodestructivos... En cuanto a mi trabajo, sigo corrigiendo una novela que hablará del Perú en el momento en que el país iba a precipitarse en la década sangrienta.

¿Por qué tu libro parece haber pasado desapercibido en el Perú? Hay como un silencio extraño en torno a él.
Ah, no sé. Pregúntale a Van Gogh... O a los cuervos que él pintaba... (risas). Aunque, ya fuera de bromas, cuando salió algunos críticos se ocuparon con buen ojo de él. Pienso en Ricardo González Vigil, en Cesáreo Martínez, un buen poeta y un gran amigo, prematuramente ido. No, mi librillo no estuvo del todo abandonado... ¿Sabes? Los libros tienen vida propia, a la larga no les afecta el silencio o lo que se diga de ellos.

Me parece que has incursionado, o incursionas, en la poesía propiamente dicha, al margen de tu labor narrativa. ¿Empezaste escribiendo poemas o directamente la narrativa?
Si bien he hecho el recorrido de muchos narradores que empezaron escribiendo poesía, nunca he dejado de pensar que ésta es la médula misma de la literatura. Empecé escribiendo poemas y sigo haciéndolo, pero a escondidas, como al principio. Y sigo pensando, como decía Drummond de Andrade, que la poesía es cosa seria.

Grosso modo, reséñame tus simpatías o antipatías políticas. Hace unos meses leí una carta abierta en la que denunciabas los desmanes del ex dictador Fujimori.
Bueno, lo de Fujimori es ahora historia, una lección que comienza a documentarse, a conocerse, y que quien sabe, una vez más, no aprenderemos. Porque así somos. No sé si alguna vez él vuelva al poder; pero al margen de ello, sería bueno que sepamos que no inventó nada. El sistema estaba allí esperándolo, a él y a Montesinos, que no hicieron sino potencializarlo, modernizarlo. El problema es el abismo cultural y moral en que nos ha hundido nuestra historia, te lo repito. La falta de cultura cívica, el latrocinio y el aprovechamiento son males endémicos que atraviesan nuestra sociedad del pasado al presente, amenazando el futuro. Y los vivos y aprovechadores están en todos los campos políticos, entre los conservadores y entre los reformistas, e incluso entre los radicales de izquierda recientemente convertidos al liberalismo. Son los peores.

Si me permites, quisiera hacerte una pregunta personal: ¿qué te pareció mi primer trabajo, Leyenda del Padre?
A pregunta audaz, respuesta audaz, ¿no? Digamos que tu novela está llena de promesas, que espero cumplas en el futuro. Contándonos la leyenda del hijo, por ejemplo...

París, julio 2002

viernes, 18 de abril de 2014

Un poema para los que resisten

Guardianes de las lagunas

Tras haber dormido sin cerrar los ojos,
Nos hemos levantado con la lluvia,
Para contemplar el mundo, la heredad.

Nos hemos levantado en la montaña,
Donde duermen Dios, su dolor y el nuestro,
Para llenarnos los ojos de fuerza y de luz.

Nos hemos levantado para ver el cerco,
De los sicarios enviados por los enemigos
Para arrancarnos la piel, para roernos los huesos.

Nos hemos levantado en la mañana final,
Para vivir este largo día en que lo dejaremos todo
En defensa de la vida y de nuestros hijos.

Nos hemos levantado en la montaña,
Bendecidos por la sangre de nuestros hermanos,
Para enfrentar a los cuervos que nos matan.

Alfredo Pita
Viernes Santo de 2014


Lluvia al amanecer, alturas de Conga, primeros días de abril de 2014. Los heroicos guardianes de las lagunas cajamarquinos resisten en condiciones inhumanas a la imposición de la megaminería en la zona.