Somos víctimas de una historia
implacable y sin fin
implacable y sin fin
Por Miguel Rodríguez Liñán
Hace varios meses el trabajo de investigación que me ocupa gira
alrededor de artistas y escritores peruanos. Esta vez, luego de leer El cazador
ausente, quise entrevistar al escritor Alfredo Pita (Celendín, Perú, 1948).
Su novela obtuvo hace un par de años el Premio Internacional de Novela Las Dos
Orillas, otorgado en España, y fue traducida simultáneamente a los idiomas francés,
italiano, portugués y griego; luego apareció en Barcelona, con el sello de Seix-Barral.
Tras la salida de su libro en francés, Pita fue invitado por Bernard Pivot —el
célebre oficiante de Apostrophes— a su famoso programa televisivo, uno
de los mejores y de más prestigio en el mundo literario, honor que entre los
escritores peruanos sólo ha merecido Mario Vargas Llosa. Indiscutiblemente,
París sigue, seguirá siendo órgano principal (tal vez el corazón) del cuerpo
mundial de la literatura. Le Monde y otros periódicos de primera, en
diferentes países europeos, también se ocuparon de nuestro compatriota. En El
País, de Madrid, el crítico Miguel García Posada, uno de los más respetados
y solventes de la prensa española actual, escribió que El cazador ausente
era «la amplificación de dos mitos: en primer lugar, y sobre todo, el mito de
Ulises, el mito del viajero que regresa a su tierra nativa; en segundo término,
el mito edípico, esto es, la investigación de la verdad a cualquier precio».
Sé que en el Perú, misteriosamente, el libro de Alfredo Pita no ha trascendido
como debería. ¿Por qué? Es una de las interrogantes de la entrevista que sigue.
La respuesta habla de alguien que sabe lo que está haciendo. (MRL)
Hace poco me dijiste que no solías asistir más a reuniones literarias. No estuviste en la convocada por el CECUPE (Centre culturel péruvien), el 24 de junio, en la Société Française des Poètes. Sin embargo, te vi en el recital del Trois Mailletz, donde participaron Leopoldo Chariarse, Américo Ferrari Ferrari, Carlos Henderson, entre otros. Dinos algo al respecto.
Alfredo Pita: —Seamos precisos: no rechazo las citas literarias sino algunas más bien sociales, que poco tienen que ver con la cultura y la creación artística, y mucho con el cóctel fácil. Además, lo sabes, la oferta cultural de París es amplia y es difícil estar en todo, más aún si se trabaja y no se tiene más la libertad del estudiante o del joven escritor que empieza su vuelo. Y la prueba de que pese a todo voy a algunas reuniones, es que estuve entre el público en el acto que evocas, el homenaje a Westphalen, organizado también por el CECUPE, donde leyeron algunos de mis amigos generacionales y ustedes, los nuevos.
Supongo que tu trabajo en Radio Francia Internacional es absorbente y requiere
una disponibilidad a cien por ciento. ¿Es el empleo que tenía Vargas Llosa en
sus años parisinos?
Yo no trabajo en Radio Francia sino en la Agencia France Presse, donde, efectivamente,
a comienzos de los años 60, trabajó Mario Vargas Llosa, antes de pasar a la
ORTF. Y no sólo él. En la AFP también estuvo, durante trece años, Julio Ramón
Ribeyro. Y, si no me equivoco, en esa época, también Luis Loayza y Alfredo Torero,
entre otros. Veinte años después de su paso por la AFP, a comienzo de los 80,
Mario Vargas Llosa, generosamente, le escribió a quien por entonces era jefe
del servicio español para anunciarle mi candidatura y para recomendarla. En
su carta evocaba «aquella larga mesa como de convento de frailes» en la que
trabajaban los periodistas de su tiempo. Este ambiente también lo conoció Julio
Ramón.
Más de cuatro décadas han pasado desde el año 60. ¿En qué condiciones trabajan
hoy los periodistas de la AFP?
En efecto, todo ha cambiado. Creo que antes el trabajo era más amable, pese
a todo. Ahora trabajamos duro y en medio de una jungla de computadoras que hacen
hervir el aire mientras damos cuentas del acontecer humano del instante, hecho
en general de violencia, guerras, masacres, enfermedad, desfalcos, codicia y
hambruna, desgraciadamente.
¿Escribes también para otros periódicos? ¿Cuál es tu relación actual con
el periodismo en el Perú?
Es escasa. Caretas, de vez en cuando, me abre sus páginas para que exprese
mi opinión sobre cuestiones concretas, si no en el Perú no tengo otro espacio.
Y esto se debe a que, por un lado, yo no puedo hacer periodismo informativo
por mi cuenta pues tengo un contrato firmado con la AFP. Por otro, en nuestro
país, sobre todo en los últimos años, durante la noche del fujimorato, no se
desarrolló una prensa capaz de asumir puntos de vista que en ciertas circunstancias
pueden parecer discrepantes con el «buen juicio» o con los reflejos timoratos
de ciertas «mayorías silenciosas».
La noche del Chino es bella imagen; pero ¿a qué puntos de vista te refieres?
Por ejemplo, al empeño que pusimos algunos, muy pocos, para denunciar asuntos
como la amnistía de los militares asesinos. O al pedido de que, en el caso de
los sentenciados por terrorismo, se revisase en forma ecuánime las condenas
injustas o desproporcionadas impuestas, en muchos casos a inocentes, por los
ilegales «tribunales sin rostro». O al reclamo de que se evitara la masacre
en el caso de la toma de rehenes en la residencia diplomática japonesa. Temas
todos estos que, es cierto, no eran populares, pero que algunos creíamos que
debían plantearse para suscitar en el país un debate político y moral, para
ayudar a que avance la verdad y la justicia. Temas que nos merecieron todo tipo
de ataques y que hoy se debaten, y que espero contribuyan a mejorar nuestra
marcha hacia una verdadera democracia.
¿Y cuál es tu relación, física y síquica, emotiva o racional con el Perú?
Cómo expresar eso. El Perú es mi país y lo quiero entrañablemente, pese a lo
que a veces puedo decir sobre los abismos de injusticia y de horror que esconden
los pliegues de su historia, sus instituciones, las sui generis relaciones
entre peruanos...
Allí hay un problema al que aludes siempre, incluso en tu libro. ¿Cuál es?
El problema es que los peruanos somos víctimas de una historia implacable y
sin fin, de un mal heredado del tipo de sociedad que por mucho tiempo estuvo
vigente en el país y que aún hoy nos impone sus secuelas. Esa sociedad de castas,
ese «apartheid» que nunca dijo su nombre, se ha infiltrado en el cerebro de
la gente. Los efectos han sido y son devastadores. Nuestra historia nos ha hecho
a todos víctimas de una psicopatología colectiva y marca nuestro comportamiento
incluso frente a nosotros mismos. Esto se expresa de mil modos y será difícil
de erradicar. ¿Cómo someter a todo un pueblo a una psicoterapia de masas? Algo
habrá que hacer, sin embargo. Tendríamos que recurrir a todos los psicoanalistas
del mundo, incluso a los argentinos... (risas).
¿No estás exagerando? Además, psicoterapia y psicoanálisis son lujos de
sociedades tecnológicamente desarrolladas, creo. Sigamos hablando del Perú.
Tómame a la letra, pero no tanto. En cuanto a lujos, mira, cuando un peruano
de la Amazonía va donde un maestro para hacerse una «limpieza», con ayahuasca
o sin ella, está intentando poner en orden su mundo interior, para de ese modo
ponerse en armonía con el mundo exterior. Eso es psicoterapia. Con mi alusión
a otras terapias «desarrolladas» ironizaba, claro está, pero es obvio que necesitamos
ayuda. En este sentido creo que si la Comisión de la Verdad hiciera su trabajo
como se debe sería un gran paso adelante. Es una oportunidad que no debemos
desaprovechar de ningún modo.
¡Así que la culpa es de la Historia!
Somos hijos de la Historia. Fíjate, un importante vector de la relación entre
los peruanos es la agresión. Esto no es casual. La gran mayoría de peruanos
procede de clases y castas oprimidas, agredidas. Irrespeto, violencia verbal,
chismes, calumnias, chistes asesinos, todo esto son válvulas de escape de un
volcán que no logramos vomitar, evacuar, para «limpiarnos», para ponernos en
armonía con nosotros mismos y con el mundo. Esto es un reflejo de la miseria
material, económica, que finalmente es moral, en que por siglos se debate el
grueso de la población. Nuestra sociedad es desde el pasado una sociedad enferma
y nosotros somos el producto.
¿Todos...?
Todos: nuestras «élites» económicas y políticas, tan mediocres y antinacionales;
nuestros mestizos que se creen blancos; nuestros supuestos blancos que se creen
nobles, olvidándose que hasta anteayer sus ancestros sólo eran emigrantes calatos;
nuestros cholos y zambos que recién están aprendiendo a despreciar a quienes
los despreciaban, después de haberse despreciado a sí mismos por siglos, convencidos
por los de arriba de que eran inferiores. Y en medio de todo esto nuestra juventud
desorientada, sin libros, condicionada por la televisión norteamericana como
único agente de cultura...
¿Es ésa tu desoladora visión de lo peruano?
En verdad es una visión desoladora, sobre todo cuando se piensa en los jóvenes,
pero, ¿con qué coartada moral uno podría pensar en forma diferente...? Sobre
todo frente a los últimos sucesos de este zafarrancho heredado del pasado. En
los últimos años, mientras el pueblo peruano capeaba la crisis como podía, con
heroica tenacidad, nuestras supuestas «élites», como siempre, abonaban sus bolsillos,
robaban en todas formas, vaciaban lar arcas nacionales que son de todos. Todos
han delinquido, presidentes, ministros, todos. Hemos asombrado al mundo con
nuestros banqueros, empresarios, dueños de canales de televisión y de diarios,
arrodillados ante Montesinos, rogando, orando, contando ávidamente el billete
de la corrupción. Ésa es la gente respetable que tenemos y que siguen,
con otros nombres y apellidos, a cargo del timón del barco.
Esa presunta animosidad algunos la llamarían odio, pero debe ser amor...
Pienso en Emile Zola fustigando al gobierno francés cuando el caso Dreyffus,
por ejemplo...
En el caso del Perú tenemos a Gonzáles Prada, cuya actitud moral y crítica
frente a los males de nuestra sociedad debería ser enseñada desde el colegio.
Pero no me comparo con él ni con nadie. Mi visión de las cosas es la de mi generación,
que aspiró a la justicia social, a la equidad. Yo amo a mi país y a su gente
pero desprecio profundamente las taras que nos han impuesto.
¿Y es diferente tu relación con tu ciudad natal, Celendín?
Ah, bueno, es otra cosa y se explica. Celendín es para mí el marco de la infancia,
los límites del paraíso y de una felicidad diáfana, natural, gozosa y sin fin,
que duró sólo unos cuantos años, hasta que terminé la primaria y los mayores
decidieron que había llegado el tiempo del viaje y me enviaron a Lima, a estudiar
en el Colegio Guadalupe. Celendín sigue siendo para mí esa arcadia en la que
cada mes de agosto sigo elevando mis cometas en la colina de San Isidro, mientras
a mis pies se adormece la ciudad armoniosa, con sus muros blancos y sus tejados
colorados, por donde se escapa el humo de los fogones donde se preparaba, a
las cuatro de la tarde, el chocolate que todos, pobres y ricos, tomábamos a
esa hora. Celendín también tenía sus taras, pero no tuve mucho tiempo para darme
cuenta. Estaba muy ocupado jugando al trompo o contemplando horizontes y nubes
lejanas, pensando dónde se incendiaba el atardecer cuando se ponía tan rojo
sobre las montañas azules.
Baudelaire, creo, ha escrito que la patria es la infancia... Y ahora estás
en París. ¿Cómo llegaste? ¿Hace cuántos años que vives en Francia?
Vine con la intención de trabajar aquí, y con mi familia, a fines de 1983,
luego de experiencias duras, y hasta escalofriantes, por las que pasamos tantos
peruanos en ese tiempo. En mi caso, tras haber trabajado en El Diario de Marka
y haber estado en Ayacucho, como enviado especial, poco después de la masacre
de Uchuraccay... Pero ya antes había vivido en París en dos temporadas: el segundo
semestre de 1973 y entre julio de 1975 y septiembre de 1977, cuando vine becado
a estudiar periodismo. Estos dos períodos fueron mi prehistoria parisina, el
tiempo de la bohemia y del aprendizaje. El otro, más reciente, ha sido, y es,
más bien, el de la responsabilidad y el esfuerzo por escribir robándole tiempo
y energía a la tarea alimenticia.
Cuenta algo de esa tu prehistoria parisina. Los primeros avatares, la amistad
con otros poetas o escritores peruanos llegados por la misma época, o ya instalados
en París, como los hermanos Patrick y José Rosas.
En 1968, en el Café de Letras de San Marcos, en los bares del centro de Lima,
los poetas «niños» que éramos entonces (los jóvenes eran Calvo, Cisneros, Hinostroza,
etc.) ya anunciábamos de distintos modos que queríamos comernos el mundo. Algunos
hablábamos de que queríamos viajar, otros callaban. Al final casi todos partimos.
De mi grupo de San Marcos fui el pionero en París. Cuando llegué, en 1973, aquí
sólo encontré a dos peruanos de mi generación, el poeta José Carlos Rodríguez
y el narrador José Manuel Gutiérrez, más conocido como «Krufú»...
¿Compañeros de estudios del lado de allá?
Ninguno era de San Marcos, pero tenían inquietudes similares a las mías, así
que nos hicimos amigos. En aquel segundo semestre de 1973 aprendí la lengua,
leí mucho, vi mucho cine y vagué mucho. Tuve, además suerte, por unos meses
me encargaron el cuidado de un departamento en la isla Saint-Louis, en el centro
de París, con una biblioteca, una discoteca, una cava y una alacena fabulosas,
lo que aproveché al máximo.
¿Conociste a escritores famosos o ya consagrados?
Una tarde de agosto de 1973, en Odeón, salí del Metro y vi que al frente, en
un cine, estaba haciendo cola un hombre alto, barbado, con abrigo pese al calor.
Me dije que lo conocía. Era Julio Cortázar. En el cine pasaban «Bilitis», una
película llena de nínfulas apenas veladas. No sé si Julio entró a ver ése u
otro de los filmes que allí daban, en todo caso, tuve que controlarme parea
no acercarme y decirle ¡Maestro!, como García Márquez le gritó una vez, de vereda
a vereda, a Hemingway, en los años 50. A Cortázar lo conocería después. En 1974,
en Lima, gracias a la gestión de mi querida amiga Anne Marie Davée, agregada
de prensa francesa en la época, Julio me concedió generosamente una larga entrevista
en la que hablamos de su polémica con José María Arguedas. La conversación se
dio torno a dos «catedrales» de pisco sour, en el bar donde se inventó el brebaje,
el hotel Maury. A la misma invité al crítico Alat... En otra ocasión, en el
mismo cine de Odeón, me encontré haciendo cola con Alfredo Bryce Echenique y
su esposa Maggie. Ambos muy jóvenes y muy amables, como siempre, pese a que
apenas nos conocíamos. Luego, en 1975, nos haríamos amigos con Alfredo, a quien
incluso, más tarde, en noviembre de 1977, llevé, a su pedido, hasta Celendín.
Quería ver la tierra de su ama, de su Mama Rosa. Viajamos en un ómnibus de Tepsa.
En las noches de mi tierra mi tocayo aprendió lo cerca que los peruanos andaban
de la Vía Láctea.
¿Y los poetas peruanos de entonces?
En 1975, cuando volví a París, me encontré con que Elqui Burgos, que dos años
antes había partido para México con una beca para escritores, al terminar ésta
había decidido establecerse en Francia. Al poco tiempo llegaron Patrick y José
Rosas, ambos muy buenos amigos míos, como Elqui, desde la época en San Marcos,
del «Palermo» y otros bares. Más tarde llegarían Oscar Málaga, Carlos y Carmen
Henderson, y Jorge Nájar. A fines de 1976 estuvieron de paso Tulio Mora, Enrique
Verástegui y su mujer, la poeta Carmen Ollé, quienes volverían.
Toda una pléyade de la poesía peruana... Sigue contando.
Así es. En la Navidad de 1976, las buhardillas de 33 Avenue Georges Mandel,
donde el grueso de esa selecta concurrencia se había instalado —acogida por
Elqui y su compañera Mélida, la «Bienquerida», por los Henderson, por Rodríguez
y «Krufú», y por quien te habla—, albergaban a la más nutrida concentración
de escritores peruanos en agraz que nunca se había reunido en el extranjero.
A los que habría que sumar otros que vivían en París, en otros lados, pero que
nos visitaban, como Balo Sánchez León o Héctor Loayza, o en Londres, como Rafo
Drinot. Sin olvidar a quienes vivían en nuestra misma elegante barriada pero
que no se dedicaba a las letras, aunque las protegían con lentejas y vino, como
el abogado José Ríos, el pintor José Tang o los hermanos Juan y Leo Yucra. O
a los que vendrían después, como el narrador Eduardo González Viaña, quien llegó
luego de que me fui, en 1977, y se instaló en el que había sido mi cuarto. Según
se dice, fue en 33 Avenue Georges Mandel que Eduardo cayó de rodillas una noche,
ante la visión de una mujer divina que le ordenó escribir un libro sobre Sarita
Colonia. Nadie sabe con certeza si en realidad vio a Sarita o a una española,
a la que él llamaba «la Virgen», y que era su vecina... (risas).
La génesis de los libros... Y tú te fuiste pero regresaste. ¿Qué pasó mientras
tanto con el grupo de amigos?
Cuando volví, seis años después, todo ese «bello mundo» se había dispersado,
muchos habían vuelto al Perú, y cada uno ya se dedicaba a combinar el duro oficio
de vivir con el no menos duro de intentar escribir.
¿Cuándo conociste a Julio Ramón Ribeyro? ¿Fueron amigos? ¿Era amiguero o
no? ¿Hablaba mucho o era parco? ¿Qué es lo que más recuerdas de su temperamento?
Desde que volví a París hice una buena amistad con Julio Ramón. Durante años,
hasta que volvió a Lima a comienzos de los 90, cada viernes nos reuníamos para
almorzar, junto con amigos como la poeta Ina Salazar, Fernando Carvallo, el
finado Carlos Rodríguez Larraín, Marco Carreón, Carlos Ortega y Jorge Bruce.
Julio era tímido pero esto no le impedía ser un gran conversador con sus amigos,
e incluso un polemista acerbo cuando tratábamos de literatura o política.
¿Qué trabajo literario preparas en estos momentos? El cazador ausente me
parece un libro muy bueno. Me llama la atención la poesía que infiltra el tejido
narrativo. Es como la sangre en el organismo de una novela. Imagino que se trata
de una catarsis. Me acuerdo de un tren, de un muchacho loco que corre a su encuentro...
El tren, a la altura de La Cantuta, en Chosica, el poeta que quiere suicidarse...
Te puede parecer extraño pero el personaje que evocas tiene que ver con Chimbote,
como tú. Está inspirado en el poeta Juan Ojeda, que fue amigo de todos nosotros
y que, más de una vez, en medio de nuestras libaciones, nos hizo pasar sustos
como el que cuento. Eran tiempos de poesía, de sed de absoluto, llenos de fulgor
y esperanza, pero también autodestructivos... En cuanto a mi trabajo, sigo corrigiendo
una novela que hablará del Perú en el momento en que el país iba a precipitarse
en la década sangrienta.
¿Por qué tu libro parece haber pasado desapercibido en el Perú? Hay como
un silencio extraño en torno a él.
Ah, no sé. Pregúntale a Van Gogh... O a los cuervos que él pintaba... (risas).
Aunque, ya fuera de bromas, cuando salió algunos críticos se ocuparon con buen
ojo de él. Pienso en Ricardo González Vigil, en Cesáreo Martínez, un buen poeta
y un gran amigo, prematuramente ido. No, mi librillo no estuvo del todo abandonado...
¿Sabes? Los libros tienen vida propia, a la larga no les afecta el silencio
o lo que se diga de ellos.
Me parece que has incursionado, o incursionas, en la poesía propiamente
dicha, al margen de tu labor narrativa. ¿Empezaste escribiendo poemas o directamente
la narrativa?
Si bien he hecho el recorrido de muchos narradores que empezaron escribiendo
poesía, nunca he dejado de pensar que ésta es la médula misma de la literatura.
Empecé escribiendo poemas y sigo haciéndolo, pero a escondidas, como al principio.
Y sigo pensando, como decía Drummond de Andrade, que la poesía es cosa seria.
Grosso modo, reséñame tus simpatías o antipatías políticas. Hace unos meses
leí una carta abierta en la que denunciabas los desmanes del ex dictador Fujimori.
Bueno, lo de Fujimori es ahora historia, una lección que comienza a documentarse,
a conocerse, y que quien sabe, una vez más, no aprenderemos. Porque así somos.
No sé si alguna vez él vuelva al poder; pero al margen de ello, sería bueno
que sepamos que no inventó nada. El sistema estaba allí esperándolo, a él y
a Montesinos, que no hicieron sino potencializarlo, modernizarlo. El problema
es el abismo cultural y moral en que nos ha hundido nuestra historia, te lo
repito. La falta de cultura cívica, el latrocinio y el aprovechamiento son males
endémicos que atraviesan nuestra sociedad del pasado al presente, amenazando
el futuro. Y los vivos y aprovechadores están en todos los campos políticos,
entre los conservadores y entre los reformistas, e incluso entre los radicales
de izquierda recientemente convertidos al liberalismo. Son los peores.
Si me permites, quisiera hacerte una pregunta personal: ¿qué te pareció
mi primer trabajo, Leyenda del Padre?
A pregunta audaz, respuesta audaz, ¿no? Digamos que tu novela está llena de
promesas, que espero cumplas en el futuro. Contándonos la leyenda del hijo,
por ejemplo...
París, julio 2002
Maestro Pita, hay algo que me causa mucha curiosidad en los escritores peruanos. En su caso, ¿qué libros peruanos recomendaría a un extranjero que no sabe nada del Perú? Una lista de 5, por favor.
ResponderEliminar